Enseguida pensé que, todo aquello tan interesante que no me habían contado, debía contarlo a mis amigos, a ambos extremos de la ruta entre el Ebro y el Níger
Nuestros Nobles Parientes
Por este motivo NNP comienza con los homínidos y termina cuando en el siglo XX la afluencia de ciudadanos chinos inundó las calles con productos baratos de importación. En todo ese largo arco temporal encontramos una introducción a las culturas y la historia del continente en general, con capítulos dedicados a Zimbabue, la costa swahili y Etiopía, pero especialmente enfocado en África Occidental, que incluye asimismo una historia de los lugares que tocaba la ruta que durante siglos unió el río Tajo y el Níger, es decir, una revisión de la historia de España, Marruecos y el Sahara, actualizada con los datos que aporta la certeza de que los musulmanes exiliados no se quedaron tan solo en el Magreb, sino que cruzaron el desierto y llegaron a vivir entre las poblaciones subsaharianas. El libro se articula en torno a mi propia experiencia intelectual y de viaje, desde que conocí las primeras noticias de Fondo Kati, hasta que emprendí el viaje por Malí y alcancé Tombuctú para conocer una biblioteca de manuscritos y obtener la biografía de su propietario, cuando se preveía el estallido de la guerra. He aquí los mapas que tuve que crear y algunos apartados sueltos que pueden dar cierta idea del tono y contenido del libro.
Entrevista Luis Temboury
Entrevistas a Luis Temboury, autor de Nuestros Nobles Parientes
Entonces el rey marroqui decide conquistar el imperio songhai...
i bien, de todos modos, tarde o temprano requiero a todo escritor un sencillo y sincero relato de su vida, y no únicamente lo que ha averiguado de la vida de los demás.
E.D. Thoreau. Walden
En algún lugar del ancho mundo del que no puedo ahora acordarme, si se permite la expresión, me encontraría yo aquel día de 1999 cuando las veleidosas páginas de los periódicos reflejaron la noticia de la aparición de una biblioteca andalusí en Tombuctú, Malí. Viajar, viajo todo lo que puedo, que no es mucho la verdad. De volar por trabajo sí que no paro, por eso, fuera de casa, no me enteré de la noticia. El vuelo en avión, viaje moderno, transcurre tan rápido que no lo considero viajar. No es la velocidad lo que hace el viaje ni el espacio recorrido. Antaño fue preciso salvar bosques, atravesar cordilleras, navegar tormentas y cruzar desiertos, ahora nos movemos en todoterreno. Puedes alcanzar cuatro mil kilómetros en quince días pero eso tampoco te asegura el viaje. El viaje es un proceso mental en el cual nuestro cerebro de continuo se entretiene y sorprende encontrando alicientes y motivando la perpetuación de tal estado, el del viajero. Esta persona adicta al viaje, tanto el que realiza su trayectoria por medio de sustancias enteogénicas como quien se pone realmente en marcha, se caracteriza porque es capaz de conocer. Viajar, como vivir, es hacer camino y solo se hace camino si uno avanza y se detiene, siendo este segundo requisito tan imprescindible como el primero. Durante milenios viajar fue lanzarse a la aventura, con el pasar de los tiempos comenzó a convertirse en algo literario. No solo los marinos, sino los mercaderes de a bordo, se prodigaron escribiendo viajes a causa de la ventaja estratégica que proporcionó obtener información y productos de tierras lejanas y por la curiosidad que despiertan las costumbres ajenas. Los mejores viajeros fueron por esta razón buenos lectores, a quienes más les cundía y mejor podían relatar un viaje ya que, puestos a transmitir su vivencia, podían mutar en escritores. Nunca gusta que termine una buena lectura. Por eso la literatura es la primera y más barata forma de viajar y la lectura el marco de nuestros más elementales viajes. Todos podemos recordar bien aquellas conmovedoras lecturas de juventud, el poder abductor del lenguaje mientras escuchábamos relatos por boca de nuestros padres.
Al llegar la mayoría de edad, ambos muchachos tomaron diferentes rumbos. Sambo sería el nuevo rey de Futa tras la muerte de su padre y Ayuba quedaría al servicio de la aldea, tomando en matrimonio una hija del alfaquí de Tumbut, la capital, con quien tuvo tres hijos. En 1728 Ayuba tomó una segunda esposa, con quien tuvo una hija.
El caso es que cierto día de 1730 Suleymán, el gobernador de Bundu, al enterarse de la presencia de un navío en el Gambia envió a su hijo hacia el río para vender un par de esclavos paganos y comprar papel, muy escaso y caro en el Sudán. Con sabio juicio le pidió que no cruzara bajo ningún pretexto el cauce hacia el vecino y enemigo reino mandinga de la Casamancia —tierra de Kunta Kinte, el protagonista de la serie televisiva Raíces de tanta resonancia durante la década de los setenta—, pues no quería que corriera el riesgo de ser capturado y vendido por las partidas de bandidos. En compañía de dos sirvientes partió Ayuba hasta encontrar el Arabella, un navío fletado por el armador Mr. Hunt a cargo del capitán Pyke. Sin poder alcanzar un acuerdo con el capitán y en contacto con alguien que le serviría de intérprete en el país mandinga, Ayuba, olvidando los consejos, envió sus sirvientes de regreso con el mensaje de que continuaría hacia adelante. Sobre una pequeña piragua cruzó el ancho cauce y adjudicó los esclavos a cambio de dos terneros. Naturalmente Ayuba viajaba armado con una espada y un cuchillo de empuñadura dorada, regalo de su amigo el rey Sambo. Los caminos ya no eran tan seguros como en tiempos de Sundiata, el hijo del león y la búfala. De regreso con sus dos astados en un día de intenso calor, Ayuba paró a dormir en casa de un conocido colgando sus armas en el momento de refrescarse. Ocurrió entonces que, mientras cenaban y charlaban, un grupo de ocho secuestradores surgió de la oscuridad y, viéndolo desarmado y extranjero, lo apresaron junto al intérprete antes de que pudiera alcanzar la espada. A la mañana siguiente Ayuba, despojado de sus ropas, rasurado y embadurnado en aceite como si fuera un prisionero de guerra, fue llevado en presencia del rey mandinga, quien lo vendió al mismo capitán Pyke con quien Ayuba había intentado negociar el día anterior. Como parte del trato, el rey obtuvo una pistola que ufano se colgó al cuello.
Su amplitud y crueldad podrían quedar equiparadas con los efectos de guerras y epidemias, con un asesinato masivo de proporciones nunca imaginadas, sin embargo, no se trataba de eliminar un pueblo, sino de forzarlo en busca de mayor trabajo y beneficio. El caso que nos ocupará a continuación no se convirtió en paradigma de los horrores simplemente por que, una vez finalizado, se pudo silenciar y ocultar durante décadas. A pesar de ello, constituye uno de los episodios más trágicos de la Historia de la Humanidad, el primer intento deliberado y sistemático de acabar absolutamente con un pueblo, un exterminio en toda regla diseñado fría y calculadamente con la más absoluta impunidad y sin culpables reconocidos. Hemos mencionado el genocidio de los herero y nama de Namibia cuando hablábamos de los pueblos cazadores-recolectores, pero es el momento de acercarnos con más detenimiento a la mayor barbaridad cometida en el marco de la ocupación colonial de África. La antesala de los peores crímenes cometidos por el hombre ocurrió en Namibia a comienzos del siglo XX y todavía hoy permanece casi desconocida. Las victimas sin reconocimiento, los autores retratados como héroes de la gloriosa epopeya colonial. Tal y como enseña el maestro González Ferrín, nada en la Historia surge ni desaparece de repente, todo se va gestando lentamente. No hay comienzos repentinos, especialmente para el cruel siglo XX, y lo comprobaremos ahora que tenemos la oportunidad de observar cómo la capacidad de infligir castigo y sufrimiento llegó en Namibia a extremos que tan sólo se volverán a alcanzar en los campos de la muerte de la Alemania nazi.
Los herero y los nama son dos pueblos de características muy diferentes, respectivamente uno bantú localizado al norte entre Angola, Namibia y Botsuana, y otro joi-joi desplegado al sur, que estuvieron en contacto con los europeos desde que los tratantes de esclavos establecieron sus factorías a lo largo de las costas australes. En aquellos tiempos, la principal diferencia entre ellos a ojos de los factores se ceñía a la fortaleza de los bantúes frente a la escasa productividad de los menos corpulentos joi-san. A lo largo del siglo XVII numerosos grupos de recolectores, entre ellos los nama, se vieron forzados a desplazarse hacia el noroeste a causa de la presión de los boers de Sudáfrica, instalándose para sus actividades en lo que hoy es el sur de Namibia. Siglos de contactos con los grupos bantúes habían transformado la vida de los nama en muchos sentidos, entre ellos la adopción del comercio y la ganadería trashumante. Doscientos años de presencia europea los habían equipado con armas de fuego que utilizaron para defenderse de quienes pretendían atraparlos. Los herero, por el contrario, engloban distintos grupos de agricultores y ganaderos nómadas, más o menos sedentarios dependiendo de la disponibilidad de recursos hídricos. Algunos de ellos buscaron el contacto con los extranjeros y propiciaron la transformación de las costumbres, mientras otros como los himba prefirieron mantenerse apartados y preservar su forma de vida tradicional. Entre ellos sobrevive, por ejemplo, la costumbre de extinguir el fuego frente a la morada del monarca difunto, para que el heredero encienda y transmita una nueva llama entre todas las viviendas. Ambos, herero y nama, entraban con frecuencia en conflicto por el control de pozos y el robo de ganado en periodos de escasez. A su vez, ambos habían sufrido el rapto y la esclavización a manos de sus vecinos para aprovechamiento del hombre blanco. Como era habitual, parte de aquellos esclavos fueron empleados en aquellas mismas factorías. Creciendo y viviendo junto a sus dueños, conocían bien sus costumbres. Llegado el momento de la colonización alemana, no era excepcional que algunos individuos de los dos grupos, incluso comunidades enteras, estuvieran cristianizadas en el luteranismo y hablaran lenguas europeas.
En la mesa del reparto de África el gobierno británico, la potencia establecida al sur, no mostró demasiado interés por lo que parecían regiones desérticas. Bismarck, muy interesado en la expansión colonial, había autorizado la compra de terrenos en la actual Namibia con objeto de disuadir a los ingleses y hacer efectivo el control del territorio. Y comenzaron a enviar colonos. Desde la década de 1870 las capitales alemanas, en una explosión demográfica y económica que habría de situarlas en el primer lugar de los países industrializados, estaban repletas de parados hambrientos en busca de una oportunidad para embarcarse hacia los puertos de Estados Unidos, la tierra de promisión y futuro. Las autoridades veían con preocupación una emigración masiva que amenazaba con despoblar el II Imperio Alemán. A falta de espacio para crecer en Europa, las necesidades de expansión encontraron en la colonización de Namibia la posibilidad de difundir la influencia de la raza germana y fortalecer el imperio. El territorio a su disposición, al contrario que en Togo, Camerún y Tanzania, no parecía del todo inapropiado para el establecimiento de los europeos. Si bien la mayoría de la superficie aparecía desértica, grandes extensiones de sabana libre de enfermedades tropicales podrían albergar comunidades de colonos que encontrarían en la ganadería un primer punto de partida para organizar su subsistencia. Animados y costeados por el gobierno, los primeros inmigrantes que desembarcaban se encontraron con un problema que ni siquiera se habían planteado: la tierra estaba habitada y tenía propietarios con quienes debían negociar. Los herero, por supuesto, al tanto de lo que estaba ocurriendo se prestaron a formar parte del proyecto de los nuevos extranjeros, vendiendo pozos y tierras a cambio de conservar la soberanía y obtener derechos sobre el comercio. De esta forma, en 1890 se constituía formalmente el protectorado de África del Sudoeste Alemana, incluyendo a todos los súbditos indígenas.
Pero nada iba a ser tan simple. Los colonos consideraron escandaloso e inaceptable cualquier forma de tratado, así como el alquiler y la compra de ganado y tierra a unos salvajes envalentonados que pretendían limitar sus ilimitados derechos, y los problemas no tardaron mucho en aparecer. Con un rápido aumento de las inversiones, a partir de 1890 los asentamientos y el desarrollo colonial se aceleraba. Los herero y los nama eran utilizados indistintamente como fuerza de trabajo de forma abusiva y sus tierras comenzaron a ser ocupadas y confiscadas oficialmente. Animados por el gobierno, los colonos tomaban las fincas y ponían en marcha enormes granjas despreciando la oposición de la población. Las grandes corporaciones constructoras y extractoras ponían en marcha sus proyectos. El ferrocarril comenzaba a desplegarse para unir poblaciones y costa. Cada día necesitados de mayor cantidad de agua para sus innovadores programas de regadío y el ganado, los grupos herero comenzaron a ver cómo los alemanes dejaban sus pozos agostados y sus reses sedientas. Los casos de abusos laborales y sexuales se multiplicaban cada día. Para agravar la situación, una plaga diezmaba los rebaños entre 1890 y 1891. Considerados como obedientes trabajadores forzosos de una clase social inferior y sin derechos, los nativos intentaron en numerosas ocasiones acceder a la justicia sin lograrlo. Cuando los colonos se dieron cuenta de que sus actos reprobables gozaban de una absoluta impunidad ante la ley, el maltrato y los abusos comenzaron a desplegarse de forma generalizada. En apenas diez años prácticamente todo el territorio habitable de Namibia había cambiado de manos y la forma de vida y las libertades de los pueblos locales estaban amenazadas de extinción. A partir de 1893 los nama habían organizado una revuelta bajo el liderazgo de Hendrik Witbooi, un occidentalizado, y resistían con éxito los embates de las columnas alemanas reforzadas con baster, bastardos nacidos de padres boers y madres joi-joi. Sus arriesgadas incursiones habían llegado a la recién fundada Windhoek, lugar de fuentes termales, causando la destitución del comisario imperial.
Finalmente derrotados y desplazados hacia el norte por indicaciones de Witbooi, los nama entraban en un periodo de reorganización, forzados por un tratado de paz a cooperar con los nuevos propietarios de sus ancestrales tierras. Sin embargo, no habría que explicar mucho los motivos, unos años más tarde nama y herero comenzaban de nuevo a organizar revueltas esporádicas. Los derechos pactados sobre tierras y pozos quedaban sistemáticamente sobrepasados por la iniciativa privada, el trato resultaba infrahumano. Durante este periodo todavía los acuerdos parecían posibles pero, lamentablemente, una decisión al parecer tomada en favor de los africanos hacía saltar las iras de los colonos, aumentaba el resentimiento y provocaba el levantamiento armado que destapó la caja de Pandora. Con la llegada de los colonos habían aparecido los comerciantes ambulantes en sus carretas ofreciendo productos interesantes como lámparas, espejos, utensilios y cuchillos. Como es natural, los trabajadores herero quisieron adquirirlos pero, al no recibir salarios en moneda sino en paños de tela, propietarios y mercaderes les ofrecieron pequeños préstamos a un alto interés con los que podían acceder a las manufacturas occidentales. En 1903 la situación de impagos estaba llegando al límite, pues mientras unos se acostumbraban a pedir, los otros se negaban a prestar. Creyendo haber encontrado una solución salomónica, el gobernador promulgó un decreto por el cual todos los compromisos debían ser satisfechos llegada una fecha, quedando posteriormente canceladas las deudas con instrucciones para no volver a incurrir en el crédito basura. Como, llegada la fecha en cuestión, apenas ningún préstamo había sido recuperado y los prestamistas no estaban dispuestos a perder su dinero, hordas de granjeros y mercaderes armados se dirigieron a los poblados robando ganado, incendiando y capturando esclavos. Aquello sobrepasó lo que podían soportar. La revuelta herero comenzó a tomar cuerpo alrededor de Samuel Maharero, quien dio instrucciones precisas de tan sólo atacar a granjeros, comerciantes y soldados alemanes, distinguiendo a misioneros y familias anglo-boers como no enemigos. Las primeras acciones de guerrilla parecen causar sorpresa, línea férrea y de telégrafo saboteada, asalto de fincas con robo de ganado y pequeñas guarniciones arrasadas causando unas decenas de muertos. La respuesta colonial se intenta contundente pero, con escasos efectivos y tan hábiles guerreros dispersos en amplias extensiones, el gobernador toma la rendición de un grupo como una victoria definitiva. Su principal error será embarcar de regreso casi la mitad de las tropas, con informes detallados al Káiser Guillermo II acerca de la explosiva situación en la colonia. Maharero no va a desaprovechar la ocasión. Reuniendo un ejército ataca uno de los principales puestos militares y acaba con 150 alemanes, provocando la furia germana. Los informes y órdenes se cruzan hacia Berlín, donde la noticia causa escándalo. En el Reichstag se refleja la opinión pública. Un grupo moderado reclamando diálogo, frente a un bando exaltado que exige medidas contundentes encabezado por el propio Káiser, quien habría de pasar a la posteridad por sus siempre erróneas decisiones políticas. El racismo parece acentuarse entre los colonos y en el partido conservador. Los rebeldes comienzan a perder su condición de súbditos y son retratados en periódicos y pasquines como crueles y salvajes asesinos sedientos de sangre. Los cromos infantiles van a reflejar escenas de esforzados soldados uniformados de blanco, disparando en parapeto sobre una avalancha de furibundos sañudos. Nada debía frenar el progreso del hombre blanco, y menos esos feroces “hotentotes”. Guillermo II, el último káiser, va a destituir de nuevo al gobernador para sustituirlo por un hombre de su confianza, de probada eficacia en el terreno castrense, el general Lothar von Trotha.
Dispuesto a acabar con las revueltas por la vía rápida, en 1904 Trotha desembarcaba en el puerto de Swakopmund 14 000 soldados armados con rifles, ametralladoras y artillería, subvencionados por grandes corporaciones empresariales y bancarias como Deutsche Bank. Los herero se han replegado hacia el norte, buscando refugio y buena posición de defensa alrededor del lugar ahora conocido como Waterberg, la montaña sagrada del agua. Sus instrucciones son precisas y sólo responde ante el káiser. Mientras las tropas se preparan y aclimatan, las diferencias surgen entre gobernador saliente y entrante. Trotha defiende el completo exterminio frente a opiniones que consideran un ataque limitado, más que nada para seguir contando con mano de obra. Además, existen comunidades viviendo en armonía con los colonos que no se han unido a la revuelta, como en el caso de Otjimbingwe —en castellano Ochimbingüe—, la primera capital fundada por Gustav Nachtigal. El teniente general escribe una reveladora carta al Estado Mayor. Antes de dirigirse a Waterberg provocará la unidad de los enemigos en torno a la revuelta:
Una vez despejada la presencia alemana tras la I Guerra Mundial, tan solo Italia, Francia, Gran Bretaña, Portugal y España, pudieron mantener sus posesiones africanas. En el caso de los íberos, este dominio se prolongó mucho más allá de la fecha convencional de 1960. Liberia y Sierra Leona constituían sendos estado-nación, autónomos en teoría, de corte occidental. Parecería injustificable, por otra parte, trazar una elipsis de silencio sobre la colonización española, en primer lugar por cuanto todavía a estas alturas del siglo XXI continúa sin resolverse el problema de un pueblo sin tierra y también, como desenlace de una de nuestras líneas argumentales, por habernos centrado desde la más remota antigüedad en el tema de las relaciones de la península ibérica con el continente. Mención aparte del archipiélago africano de las Islas Canarias, cuya discusión necesitaría de un volumen completo, es imprescindible, por tanto, que al menos dediquemos unos párrafos a las colonias hispanas sobre todo para aclarar conceptos, ya que nuestras limitadas pero ya grandes dimensiones exigen una exposición somera de los procesos de despliegue, dominación político-comercial y descolonización de las dos posesiones africanas: Guinea Ecuatorial y Sahara Occidental.
De forma general, al hablar de colonias españolas se diferencia entre antes y después del alzamiento militar de 1936, aunque el discurso y la metodología colonial del franquismo hundan sus raíces en el lenguaje imperialista de los militares que llevaron a cabo la ocupación. Es la expresión etnocentrista castrense que nos habla de la raza hispánica pura, civilización católica y grandes proyectos imperiales. Como en otros lugares de África, en la Guinea Española el estamento militar, depositario tanto de la Historia oficial nacionalista y católica como de la filosofía imperialista de la Ilustración, tuvo desde los inicios el privilegio de gobernar nuevos y ricos territorios donde habitaban gentes a quienes se podía explotar y asesinar por que, como dirá uno de nuestros protagonistas, “no están contados”. En España, este asunto de las colonias africanas se aborda de forma muy semejante a como se enfoca el periodo de la Trata, es decir, echando balones fuera. Según las publicaciones y discursos que responden a la ideología oficial, como enseguida veremos, los españoles llevaron a cabo una colonización ejemplar, amable y pacífica, desprovista de racismo y depredación. Nada comparado a los conocidos desmanes que otras potencias europeas llevaron a cabo sobre los colonizados. En realidad siempre existieron informes sobre iniquidades y maltratos, pruebas acerca de la despoblación y las masacres, pero por connivencia, desde el mismo momento en que se elevan a las autoridades de Madrid, invariablemente aparecerán autoridades dispuestas a congelar los expedientes y ocultar la difusión de lo que era por todos conocido. No es una particularidad hispana el ofrecer a la posteridad una adaptación edulcorada y maniquea de nuestra propia intervención en las colonias. Supuestamente nosotros no eliminábamos a los indios americanos, como los ingleses y franceses, sino que nos acostábamos con sus mujeres.
Digna de figurar en el averno de los mayores delincuentes y piratas de todos los tiempos, la turbulenta vida del malagueño fue novelada por el escritor cubano Lino Novás Calvo en Pedro Blanco, el negrero, una biografía donde no se le concede la más mínima indulgencia, con razón. Tanto Hugh Thomas como Daniel P. Mannix le dedican jugosos párrafos, narrando sin simpatía sus principales “méritos”. Sin embargo, es Manuel Burgos Madroñero, quien nos desvelará importantes datos sobre su infancia y juventud en la ciudad que le vio nacer, aclarándonos en toda su amplitud las motivaciones de su pertinaz comportamiento, tras su regreso a la península después de treinta y dos años de aventuras. En el artículo publicado en la revista Jábega, de la Diputación Provincial de Málaga, con el título: De negrero a Intendente de la Marina española, Pedro Blanco, Burgos nos hará comprender el marco de sus enrevesadas actuaciones durante el periodo de regencia de Espartero, como uno de los más poderosos y desconocidos instigadores de los distintos grupos que forzaron su destierro a Inglaterra.
El niño Pedrito había nacido en el Perchel en 1793, barrio marinero de la capital malagueña de rancia solera y ambiente ruidoso. Su madre vivía en una antigua corrala de vecinos, un caserón rodeado de estrechas callejuelas con un gran patio central al que se abren distintas viviendas de modesta condición, sobre el que se cruzan los tendederos que cuelgan a la altura de un primer piso de balaustres y barandales. Había enviudado cuando el niño era demasiado joven para recordar a un padre siempre ausente, patrón de un falucho que realizaba pequeños cabotajes por la costa mediterránea, desaparecido en una tormenta cerca de Mallorca. Con gran esfuerzo ganaba lo suficiente para alimentar y vestir a sus dos hijos, Rosa y Pedro, cosiendo en las casas de las señoras del otro lado del esporádico cauce del Guadalmedina, el centro próspero de la ciudad.
El poderío romano heredó y amplió las rutas, incluso adentrándose en el desierto. La fracción germano-vándala, expulsada por la visigoda, gobernó cerca de dos siglos sobre la Mauritania romana. El califa Abderramán III desplegó un protectorado hasta la altura del río Draa y Sijilmassa. Los reinos católicos de Portugal y España se hicieron con el control estratégico de los mejores enclaves pesqueros y comerciales del Atlántico. Pero tampoco debería ser necesario recordar las ambiciones expansionistas de los reyes saaditas hacia el sur, en vista de que España y Argelia les resultaban impracticables. Baste recordar que Muley Ahmed al-Mansur envió durante años expediciones que incluso traspasaron el río Senegal y que la ruta occidental quedó durante años bajo jurisdicción marroquí.
En cuanto a los tiempos modernos, ya habíamos mencionado que mediado el siglo XIX el general Faidherbe contempló la idea de unir las posesiones francesas de Senegal y Argelia por medio de vía férrea. Con este objetivo entró en tierras mauritanas para enfrentar una resistencia que le hizo descartar por imposible la ocupación del desierto. En aquellos años España tenía instalado un puesto comercial en la pequeña península de Río de Oro, en el lugar llamado Dajla posteriormente bautizado Villa Cisneros. Desde aquel momento el gobierno de Madrid se planteó la ocupación de las regiones colindantes con intenciones puramente mercantiles. Un pequeño grupo de geógrafos, militares y empresarios, temiendo quedar relegados en la carrera de las exploraciones, fundaron en Madrid la Asociación Española para la Explotación de África en 1877, por medio de la cual intentaron convencer al primer ministro Cánovas del Castillo de la necesidad de una expedición en el Sahara. En los años siguientes se sumarán al proyecto importantes personajes de la vida pública y antiguas corporaciones, como Joaquín Costa al frente de la Sociedad Geográfica, o aparecerán nuevas, como la Sociedad Española de Africanistas y Colonialistas. Con ideas poco claras y todavía indeciso, en 1884 el malagueño Cánovas decidió cofinanciar una gran expedición científico-comercial, completada por iniciativa de grandes empresarios de la banca y la industria. Las fechas son significativas. Cuatro años antes el conservador Cánovas había firmado la abolición de la esclavitud, a pesar de posicionarse por el respeto a las posesiones humanas, y al año siguiente, mientras las potencias se sentaban alrededor de la mesa de Berlín, los españoles estaban desembarcando equipo en la ensenada de Villa Cisneros, demostrando su interés en el territorio.
Sin embargo el posterior hierro, aunque en teoría supone una tecnología superior, estaba mucho más extendido en África de lo que en un principio se había creído y, sus muy divergentes manifestaciones arqueológicas, planteaban sorprendentes paradojas imposibles de resolver con los antiguos esquemas sobre la difusión bantú de los metales. Otros aspectos que quedaban por esclarecer eran las estrechas similitudes lingüísticas puestas de manifiesto entre idiomas que, en principio, pertenecían a distintas familias de lenguas. Por poner un ejemplo, Iniesta llamaba la atención sobre el “parentesco genético total entre el faraónico y el wolof [hablado en Senegal], idiomas en los que las coincidencias estructurales y terminológicas resultan avasalladoras”.
Hasta la segunda mitad del siglo XX la escasez de excavaciones privaba de solvencia los estudios hasta entonces realizados. Todos ellos parecían confirmar las ideas coloniales con respecto al retraso tecnológico africano. Esta gran estructura de pensamiento, enraizada en los esquemas de la Ilustración, terminó derrumbándose tan pronto empezaron a producirse nuevas investigaciones bajo los suelos del continente. Como resultado de estas prospecciones aparecieron nuevos datos incomprensibles.
La monografía más reveladora sobre esta problemática me la proporcionó una compañera y amiga del equipo de Jordi Serrallonga, Blanca Fuertes. Al regreso de la expedición entre los hadzabe, cazadores-recolectores de las sabanas de Tanzania, en estudio de su alimentación, tuvo el detalle de entregarme uno de los textos que el antropólogo incluyó entre las materias del curso en señal de las gratificantes sorpresas que le producía conocer la verdadera historia de los africanos. Seguiremos entonces Los altos hornos de maleza, trabajo quizás demasiado complejo de Schmidt y Childs por estar centrado en la descripción química de las técnicas, que intentaremos desbrozar. Por norma general, se admitió que la forja de hierro había sido puesta en práctica por los hititas en Anatolia, Asia Menor, entre 1600 y 1200 años a.C. Desde allí habría pasado a Egipto tras la batalla de Qadesh (c.1275) y saltado a la península cirenaica por medio de contactos comerciales, unos cientos de años después. Por otro lado teníamos a los fenicios, que ya manejaban esta tecnología cuando se asentaron en Cartago en el año 900 a.C. De forma que los manuales convencionales intentaron explicar, con grandes lagunas, que la siderurgia llegaba a África Negra como consecuencia de la influencia egipcia en las regiones del sur, Nubia y el reino de Kush, o bien a través de las rutas saharianas hasta las regiones tropicales.
Confirmando los incontables datos proporcionados por Iniesta, Schmidt y Childs describieron la aparición de sorprendentes técnicas de extracción y tratamiento del hierro alrededor del lago Victoria fechado entre el 600 a.C. y el 600 d.C., motivo de la extensa deforestación detectada durante el mismo periodo en la zona. Muy cerca, a solo unos cientos de kilómetros al este, la datación de los hornos de Katuruka en Tanzania se remonta al 1300 a.C. En el cono sur del continente se dataron más de cien fundiciones con una antigüedad comprendida entre el 1000 y el 500 a.C.
La técnica de la asimilación cultural, buscando hacer de los africanos unos perfectos ciudadanos franceses, ponía la educación de los muchachos en manos de organizaciones religiosas. John Hunwick explicaba que, por lógica, uno de los proyectos que en aquellos primeros momentos más ilusionaban era la cristianización del Sudán Occidental. Los educadores y misioneros enfatizaron su lenguaje con intenciones muy claras y precisas para crear una mala imagen del Islam y predisponer a la población contra uno de los asuntos más dañinos, latente en las relaciones entre musulmanes y africanos paganos: la esclavitud. Un desagradable tema que, a consecuencia de sus intereses en África, los países musulmanes intentaban silenciar. Frente a la rapacidad denigrante, la crueldad y la avaricia de los árabes y el Islam —dos términos que terminan por convertirse en sinónimos—, se trataba de imponer la benevolencia y la comprensión paternalista del cristianismo y los europeos. Tal y como hemos visto, quienes más perdieron a lo largo de la Historia con las estrategias de imposición religiosa de musulmanes y cristianos fueron las creencias y tradiciones africanas. Al menos en algo podían ponerse de acuerdo los seguidores de ambos monoteísmos: se consideraban superiores a los paganos. Resulta evidente que, tras la propaganda antiislámica, quedaban ocultas las políticas destinadas a evitar las influencias religiosas y los contactos entre líderes árabes y africanos.
A pesar de esfuerzos y maniobras, para 1910 las autoridades civiles y religiosas daban por perdida la carrera por la conversión en AOF, principalmente a causa de la aparición de una nueva hermandad sufí de éxito impredecible.
expand_more
Esto producía un enfrentamiento larvado entre los griots, encargados de preservar la ortodoxia, y los marabús musulmanes, doctores en las nuevas ciencias que el Islam había heredado del mundo clásico. Abubakari II ocupó el trono en esta fecha, hijo y nieto de la estirpe Keita y biznieto de Sakura. Su imperio era enorme, equivalente a la extensión de toda Europa occidental. Salvo concretos episodios de enfrentamiento con sus lejanos vecinos, desde el palacio de Niani, en el margen izquierdo del río Sankarani, se respiraba la paz de un imperio próspero, progresivamente ligado a los mercados de la Umma. El oro proporcionaba enormes recursos a la corona, su extracción y comercialización habían ido en aumento dibujando una gráfica ascendente. Diversos estudios han estimado que la mitad del oro que circulaba entonces por el mundo, provenía del imperio de Mali. Hacía tiempo que los manuscritos se habían convertido en objetos habituales al sur del Sahara. Desde que los almorávides ocuparan su imperio ibero-africano la importación de manuscritos hacia las zagüias y ribats del desierto no había cesado. Gastando grandes cantidades de oro, particulares e imanes de las mezquitas de Wadán, Chinguetti, Walata, Djenné y Tombuctú atesoraban los textos que una civilización precisa como respaldo ideológico, pero también como ingrediente imprescindible para el desarrollo del conocimiento, los estudios teóricos y técnicos. Recordemos que, en la Toledo del siglo XIII, grupos de musulmanes, cristianos, judíos, clérigos francos y estudiosos mudéjares, habían puesto en marcha la traducción de los manuscritos científicos del árabe al latín. Es decir, el corpus de conocimientos que utilizaron los estados europeos para dar el salto al Renacimiento estaba prácticamente terminado.